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Fecha publicación: 28-10-2012
Autor: Anabel Puente Muñoz

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Al contrario de lo que cree mucha gente, dormir no es un estado de inactividad en el que se “pierde el tiempo”. Realmente nuestro organismo es sabio y cuando considera que debemos recuperar energía y restaurar nuestros sistemas, sentimos somnolencia y dormimos. Este comportamiento es una necesidad primaria del ser humano que ocurre desde tiempos ancestrales, y que sucederá cada cierto tiempo de vigilia, aunque el individuo no lo desee. Sin embargo, lo que sí ha ocurrido es que hemos adecuado nuestro sueño al tipo de vida que llevamos. Así, se ve influenciado por factores culturales, sociales, ambientales…. De este modo, es habitual que en las sociedades industrializadas se sufran problemas de insomnio, trastornos del ritmo circadiano, sueño de mala calidad… aunque por encima de todo lo mas habitual es la poca cantidad de sueño, es decir la privación crónica de sueño.

En este sentido, en los últimos años se han publicado varios estudios que tratan de establecer una relación entre la duración del sueño y la mortalidad por cualquier causa.  Sorprendentemente, la mayoría de los autores están de acuerdo en afirmar que dicha relación existe, aunque se trata de una asociación forma de U, de tal modo que el mayor riesgo se encuentra en los extremos.  En un reciente meta-análisis sobre duración del sueño y mortalidad se llega a estimar su impacto. Entre los cortos durmientes (menos de 7 o 5 horas según estudios), se considera que el riesgo de muerte es de un 12% mayor frente a los individuos con un sueño de entre 7–8 horas. Por otro lado, según estos estudios, entre los largos durmientes (más de  8- 9 horas) el riesgo es un 30% superior.

Si esto es así, ¿qué causas son las que pueden suponer este incremento en la mortalidad?. En general existe un aumento en las complicaciones derivadas de patología endocrina y metabólica o inmunológica. Se han propuesto diversas teorías, pero para comprenderlo mejor hay que considerar cada caso por separado. Entre aquellos sujetos con una media de sueño inferior a 7 horas se ha descrito la existencia de cambios en las concentraciones plasmáticas de leptina y grelina.  Ambos péptidos son hormonas encargadas de la regulación de la ingesta. La grelina es un factor orexígeno, segregado en estómago, aunque también se ha descrito en menor medida en intestino, riñón, corazón, páncreas, testículo, hipotálamo, hipófisis, e incluso en la placenta. Se le ha denominado la hormona del hambre, ya que sus concentraciones se encuentran muy elevadas cuando tenemos apetito y queremos comer. Su acción parece realizarse sobre el núcleo arcuato, mediante una interacción competitiva con la leptina. Esta última hormona también se segrega fuera del sistema nervioso central, concretamente a nivel del tejido adiposo y sus niveles se incrementan tras la ingesta. La disregulación en los niveles de ambas hormonas repercutiría en una alteración en el apetito, con mayor ingesta calórica asociada a un menor gasto energético, facilitando el desarrollo de obesidad y alteraciones en el control de la glucosa. La consecuencia final sería entre otras cosas, un incremento del riesgo cardiovascular. En otro orden de cosas, también se han descrito en situaciones de privación de sueño un incremento en los marcadores inflamatorios como la proteína C reactiva o la interleukina-6 que apuntarían a una disregulación de tipo inflamatorio o inmunológico que podrían actuar en la fisiopatología de enfermedades cardiovasculares e incluso neoplásicas.

En el caso de los largos durmientes, a pesar de que el riesgo parece mayor, no se ha descrito una asociación tan directa con determinadas condiciones médicas. Los estudios realizados en estos grupos parecen asociar otros factores en el incremento de la morbi/mortalidad como trastornos del estado de ánimo (depresión), bajo nivel social, desempleo, poca actividad física o enfermedades no diagnosticadas ni tratados asociadas a mala salud en general o fatiga en relación a procesos neoplásicos. Una de las teorías descritas tiene que ver con el fotoperiodo, es decir la proporción de luz recibida frente al tiempo de oscuridad. Los individuos con un tiempo de sueño prolongado tendrían un acortamiento en dicho fotoperiodo. Este hecho podría jugar un papel importante en el incremento del riesgo de mortalidad, a juzgar por los estudios realizados en otras especies como en las aves, en las que se ha demostrado que un fotoperiodo acortado supone un aumento en el riesgo de muerte.

 

En conclusión, podemos extrapolar  la máxima aristotélica de que la virtud es un justo medio entre dos extremos. Es fundamental dormir, pero además este sueño debe ser de calidad y con una duración adecuada. Los estudios descritos parecen mostrar que la privación crónica de sueño es tan nociva para el individuo como el dormir prolongadamente (más de 8 horas). En este sentido, las líneas de investigación futuras deben valorar si la mayor o menor duración del sueño es causa o consecuencia de las patologías a las que están asociadas, o dicho de otra forma, si se pueden considerarse como marcadores de riesgo más que causa directa de la mortalidad de los pacientes.