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Fecha publicación: 12-10-2014
Autor: David A. Pérez Martínez

«El sueño de la razón produce monstruos»
Francisco de Goya

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  Les contaré una historia que estoy seguro les resultará familiar. Una profesional sanitaria atiende a un paciente con una infección vírica de gran peligrosidad (sí, se trata del virus del ébola) y se establece un protocolo de seguimiento epidemiológico un tanto “pasivo”. Se le telefonea un par de veces al día para saber si ha tenido fiebre o no. El protocolo establecido por los expertos indica que el paciente necesita una atención médica si supera los 38,6ºC de temperatura corporal, y en caso contrario se trata de esperar y ver.

  La mayoría de los protocolos son realizados por profesionales de alta valía, que intentan crear un marco de referencia global, para atender un grupo más o menos homogéneo de pacientes. Los protocolos son creados buscando la mejor evidencia científica para establecer recomendaciones con mayor o menor certeza.  Pero algo falla en este razonamiento, la misma receta no debería servir para todos los potenciales pacientes…debe existir un equilibrio entre la aplicación del protocolo y la (necesaria) personalización de la asistencia médica. Pero este debate no es nuevo, es un tema que ha surgido en los últimos años y que ha sido motivo de un interesante editorial en JAMA hace poco más de un año.

Habitualmente, el protocolo suele articularse desde la evidencia obtenida en ensayos clínicos y estudios controlados, que difieren frecuentemente de la población diana a la que debería aplicarse. Este desajuste o “mismatch” entre la aplicación ideal y la real puede generar consecuencias graves, tanto en la eficacia de las intervenciones, como en la seguridad de las mismas. A menudo, algunos protocolos parecen ser realizados por expertos que trabajan en el mundo platónico de las ideas, mientras que a los clínicos nos toca lidiar con las sombras de la caverna de la vida real…

Regresando a la historia del principio, nuestra protagonista pudo ser evaluada correctamente según un protocolo realizado para un enfoque global del problema, ante un posible contacto con el virus ébola; pero estaba muy desenfocado cuando se aplicaba en el contexto de una persona que ha tenido un contacto estrecho con un paciente infectado.

Desde una óptica de probabilidades, la validez y la indicación de una prueba o una intervención diagnóstica, viene delimitada no sólo por la validez intrínseca de dicha prueba, sino de la prevalencia previa de la enfermedad o probabilidad pre-test.
Este tema es muy habitual en la evaluación del rendimiento de pruebas de cribado en patologías diversas. Aunque tengamos una excelente prueba con sensibilidad y especificidad muy elevadas, si el trastorno a diagnosticar es muy infrecuente (prevalencia muy reducida o probabilidad pre-test muy baja) la mayoría de las veces los resultados serán falsos positivos y no verdaderos positivos. Y viceversa, si la probabilidad pre-test es muy alta tendremos numerosos falsos negativos.

Hasta aquí la teoría, pero  ¿cómo se aplica a nuestra protagonista?. Simplemente con sentido común. Se puede entender que un potencial paciente que simplemente viaja desde un país con casos de infección con virus ébola, no debería tener la misma probabilidad pre-test que un profesional sanitario que ha estado en contacto de alto riesgo con un paciente confirmado. En el primer caso, establecer normas como una temperatura elevada de 38,6ºC debería acotar el problema y aumentar la probabilidad pre-test. En el segundo caso, el sentido común nos dice que mantener dichos criterios es un error de bulto…y desgraciadamente así ha sido.

Los protocolos clínicos son herramientas de gran utilidad en el trabajo asistencial, especialmente si están realizados con una amplia evidencia médica, pero no hay que olvidar la personalización del mismo y la aplicación según la experiencia y (sobre todo) el sentido común. El sueño de la razón en los protocolos puede generar monstruos que ninguneen el sentido común.

Sirva este post como homenaje a Teresa Romero, valiente y dedicada profesional que cumpliendo su trabajo ha sufrido un accidente laboral del que ninguno estamos libres. Sin olvidar, por supuesto a todos aquellos que luchan frente al virus ébola en África.