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Fecha publicación: 20-02-2012
Autor: David A. Pérez Martínez

No creo que nadie se sorprenda si afirmo que el origen de la enfermedad de Alzheimer es desconocido. No obstante, desde hace varias décadas conocemos bastante de los fenómenos fisiopatológicos que tienen lugar en el cerebro de estos enfermos. Aunque entrar en detalles es arduo e incompleto podríamos resumir que se producen dos fenómenos paralelos pero no sincrónicos. Por un lado tiene lugar un acúmulo de proteína amiloide plegada en forma beta en el espacio extracelular (las placas amiloides), y, por otro lado, se acumula en el interior celular una forma hiperfosforilada de la proteína tau (los ovillos neurofibrilares). Paradójicamente, la presencia de estos dos marcadores fue ya descrita magistralmente por Alois Alzheimer en 1909 (¡) y hemos tenido que esperar mucho tiempo para analizar qué había detrás de esos hallazgos en microscopía.

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A pesar de que estamos hablando de dos marcadores asociados a la enfermedad de Alzheimer, ninguno por sí solo está ligado inequívocamente con la enfermedad ni (en algunos casos) con la presencia de deterioro cognitivo… Para liar un poco más las cosas, durante mucho tiempo la comunidad científica se ha alineado entre los que pensaban que la clave de la enfermedad estaba en la proteína beta-amiloide y entre los que pensaban que estaba asociada a la proteína tau. De manera simpática se les denominó unos como “baptistas” y a los otros como “tauístas”, aunque probablemente ninguno de los dos grupos tenga razón.

Dentro de esta tormenta de proteínas, hipótesis y contra-hipótesis varios grupos decidieron ser pragmáticos y aventurar que, si era posible eliminar el depósito de alguna de estas proteínas, se podría disponer de una terapia eficaz para la enfermedad. Para ello se propuso el paradigma de la reacción inmunológica frente a la proteína beta-amiloide (única que se acumula extracelularmente) con el fin de que eliminando estos depósitos se produzca una recuperación de la función neuronal posterior. En los primeros años del siglo XXI se realizó uno de los ensayos más comentados en este campo, planteando la inmunización frente a beta-amiloide con fragmentos antigénicos de la misma (“la vacuna frente al Alzheimer”). Los resultados, siendo optimistas, no fueron buenos… no se demostraron diferencias en las variables cognitivas o de actividades de la vida diaria, pero además hasta un 6 % de los tratados desarrollaron una meningo-encefalitis alérgica… A pesar de estos hallazgos, la hipótesis inmunológica sigue en boga y se ha redefinido de varias formas, quizás la que más interés ha despertado en los últimos años ha sido el empleo de anticuerpos monoclonales específicos frente a epítopes de la proteína beta-amiloide. Así, disponemos de datos preliminares de bapineuzumab, ponezumab y solanezumab con resultados de eficacia dudosa… y, en cambio, evidencias sobre sus posibles efectos adversos. En una análisis reciente sobre los pacientes tratados con bapineuzumab, se demostró la presencia de lesiones inflamatorias en RM hasta en el 17 % de los tratados, aunque la mayoría (78 %) fueron asintomáticas. En algunos casos, especialmente si asociaba edema cortical, se pudo demostrar la presencia de microsangrados cerebrales, lo que induce a pensar que el efecto inflamatorio puede llegar a ser severo en algunos casos.

En definitiva, las terapias inmunológicas no son seguras… y no han demostrado una eficacia evidente todavía. Es más, no habría que descartar que estemos equivocados en el paradigma empleado. Intentar reducir la carga de proteínas anómalas acumuladas podría ser similar a la idea curar una herida abierta que sangra mediante la eliminación, lo más rápidamente posible, de la sangre que fluye…