• Corteza prefrontal y funciones ejecutivas

    Introducción

    El córtex prefrontal (CPF) constituye aproximadamente el 30% de la corteza cerebral y se puede distinguir de otras áreas del lóbulo frontal por su composición celular, su inervación dopaminérgica o sus aferencias talámicas (Davidson, Jackson y Kalin 2000; Fuster, 1989). Posee conexiones con los lóbulos parietales, temporales, regiones límbicas (especialmente el hipotálamo), ganglios basales, hipocampo y cerebelo. Ha de considerarse por tanto como un área de asociación heteromodal interconectada con una red distribuida de regiones corticales y subcorticales (Tirapu-Ustárroz, García-Molina, A., Luna-Lario, P., Roig-Rovira, T. y Pelegrín-Valero, 2008a).

    Luria (1966, 1979), al describir las tres unidades funcionales básicas que componen el cerebro humano, se refirió a la tercera de ellas en los siguientes términos: “El hombre no reacciona pasivamente a la información que recibe, sino que crea intenciones, forma planes y programas de sus acciones, inspecciona su ejecución y regula su conducta para que esté de acuerdo con estos planes y programas; finalmente, verifica su actividad conciente, comparando los efectos de sus acciones con las intenciones originales corrigiendo cualquier error que haya cometido” (Luria, 1979, p. 79). Aunque en la obra del soviético no aparece el término funciones ejecutivas existe un acuerdo general en considerar su obra como el punto de partida de su estudio científico. El término, tal y como se le conoce hoy en día, se le debe a Lezak (1982, 1987) cuando afirmó que “las funciones ejecutivas comprenden las capacidades mentales necesarias para formular metas, planificar la manera de lograrla y llevar adelante ese plan de manera eficaz” (Lezak, 1982, p.281) y así, permitir el funcionamiento independiente, con propósito, creatividad y de manera que éste sea socialmente aceptable.



    Sholberg y Mateer (1989) definieron más tarde las funciones ejecutivas como un conjunto de procesos cognitivos entre los que se encuentran la anticipación, la elección de objetivos, la planificación, la selección de la conducta, la autorregulación, el autocontrol y el uso de realimentación. Así, describen entre sus componentes la dirección de la atención, el reconocimiento de los patrones de prioridad, la formulación de la intención, el plan de consecución, la ejecución del plan y el reconocimiento del logro. A su vez, Fuster (1980, 1989), en su teoría general sobre la corteza prefrontal, consideró fundamental la estructuración temporal de la conducta. Así, propone tres funciones subordinadas que deben coordinarse: i) una función retrospectiva de memoria a corto plazo provisional, ii) una función prospectiva de planificación de la conducta, y iii) una función consistente en el control y supresión de las influencias internas y externas que interfieren en la conducta.



    Pineda (2000) define las funciones ejecutivas como un conjunto de habilidades cognitivas que permiten la anticipación y el establecimiento de metas, el diseño de planes y programas, el inicio de las actividades y de las operaciones mentales, la autorregulación y la monitorización de las tareas, la selección precisa de los comportamientos y las conductas, la flexibilidad en el trabajo cognitivo y su organización en el tiempo y en el espacio para obtener resultados eficaces en la resolución de problemas. Tirapu, Muñoz-Céspedes y Pelegrín (2002) y Tirapu y Muñoz-Céspedes (2005) definen el funcionamiento o control ejecutivo como el resultado de una serie de mecanismos implicados en la optimización de los procesos cognitivos para orientarlos hacia la resolución de situaciones complejas. Así, asumen diferentes componentes como la memoria de trabajo, la orientación de la atención, la inhibición de respuestas automáticas y la monitorización de la conducta en función de los feedback. Alvarez y Emory (2006) han afirmado que las funciones ejecutivas se refieren a los procesos cognitivos de alto nivel incolucrados en la regulación y el control orientado a una meta de los procesos cognitivos de bajo nivel.



    Como puede observarse, en todos los casos, desde la formulación original de Luria (1966) hasta la actualidad, las funciones ejecutivas han sido siempre definidas en los mismos términos. En último término, estas capacidades pueden agruparse en una serie de componentes (Lezak, 1995; Stuss y Levine, 2002):

    1. Las capacidades necesarias para formular metas, diseño de planes.

    2. Las facultades implicadas en la planificación de los procesos y las estrategias para lograr los objetivos.

    3. Las habilidades implicadas en la ejecución de los planes.

    4. El reconocimiento del logro / no logro y de la necesidad de alterar la actividad, detenerla y generar nuevos planes de acción.

    5. Inhibición de respuestas inadecuadas.

    6. Adecuada selección de conductas y su organización en el espacio y en el tiempo.

    7. Flexibilidad cognitiva en la monitorización de estrategias.

    8. Supervisión de las conductas en función de estados motivacionales y afectivos.

    9. Toma de decisiones.

     

    Habitualmente, su correcto funcionamiento se relaciona con la integridad de lóbulos prefrontales del cerebro, cuya función principal parece ser el control cognitivo (Miller y Cohen, 2001). Para una revisión más exhaustiva del concepto se recomienda Tirapu-Ustárroz, García-Molina, A., Luna-Lario, P., Roig-Rovira, T. y Pelegrín-Valero 2008a, b).



    El primer caso documentado de lesión prefrontal, y probablemente uno de los más conocidos, es el de Phineas P. Gage, que describió el Dr. Harlow en 1868. El paciente, de 25 años, era trabajador de la línea ferroviaria en Vermont. Mientras preparaba unas cargas explosivas se produjo una explosión, haciendo que una barra de hierro de un metro de largo y tres centímetros de diámetro entrara por su mejilla izquierda para salir por la parte superior del cráneo. En concreto, su lesión se extendía a través de la mitad anterior de la corteza orbitofrontal izquierda (áreas de Brodman 11 y 12) y la mitad anterior de la derecha (área 12). También tenía lesionadas bilateralmente las regiones mediales de la corteza frontal anterior y polar (áreas 8 a 10 y 32) y el sector más anterior del cingulado anterior (área 24), además de una importante lesión de la sustancia blanca, más pronunciada en el hemisferio izquierdo (Damasio, Grabowski, Frank, Galaburda y Damasio, 1994). Sorprendentemente, no solamente salió vivo del accidente, sino que además fue capaz de hablar y andar pocos minutos después. Gage se recuperó de sus heridas pero no volvió a ser la misma persona. Se volvió irregular, irreverente, blasfemo e impaciente. Abandonaba planes futuros antes de realizarlos y se mostraba mucho más agresivo. Esto provocó que se quedara sin trabajo y que se rompiera su matrimonio. Murió a los 38 años tras múltiples crisis epilépticas.

    En el CPF destacan los circuitos dorsolateral, orbitofrontal y ventromedial. El circuito prefrontal dorsolateral participa principalmente en el control ejecutivo, memoria de trabajo, atención selectiva, formación de conceptos y flexibilidad cognitiva, el orbitofrontal media en la conducta social y el ventromedial en el procesamiento de señales emocionales que guían nuestra toma de decisiones hacia objetivos adaptativos (Bechara, Damasio y Damasio, 2000). Así, los déficit debidos a lesiones del CPF suelen conllevar alteraciones tanto cognitivas, como conductuales y emocionales.

     

    La corteza dorsolateral y sus manifestaciones clínicas

    Esta región, comparada con los primates más cercanos, es las estructura neocortical más desarrollada. Concretamente la porción más anterior, correspondiente al área 10 de Broca, presenta un desarrollo y una organización funcional que son exclusivos de la especie humana (Stuss y Levine, 2002). Se trata de zonas consideradas como regiones de asociación supramodal o cognitivas, puesto que no procesan estímulos sensoriales directos.



    Se puede dividir funcionalmente en porción dorsal y anterior, así como en tres regiones: superior, inferior y polo frontal. La porción dorsolateral se encarga de procesos que en su mayoría podrían encuadrarse dentro de las llamadas funciones ejecutivas. Así, está involucrado en procesos tales como memoria de trabajo, atención selectiva, planificación, seriación y secuenciación, solución de problemas, flexibilidad cognitiva o formación de conceptos (Stuss y Alexander, 2000; Tirapu-Ustárroz et al, 2008a). Por otra parte, las porciones más anteriores, se relacionan con los procesos de mayor jerarquía cognitiva tales como la metacognición, permitiendo procesos de monitorización y control de la actividad (Kykio, et al, 2002; Maril, Simons, Mitchell y Schwartz, 2003). Los polos frontales, fundamentalmente el situado en el hemisferio derecho, están involucrados en la conciencia autonoética y la autoconciencia. En estudios sobre el humor y la teoría de la mente se ha puesto de relieve la importancia de estas regiones en funciones específicamente humanas, por lo que se considera que están involucradas de forma distintiva en los procesos que nos definen como tales (Stuss y Levine, 2002).



    Las lesiones en la corteza prefrontal dorsolateral pueden ocasionar diversos déficit cognitivos: dificultades en razonamiento abstracto, resolución de problemas, planificación, formación de conceptos, ordenamiento temporal de los estímulos, aprendizaje asociativo, atención, mantenimiento de la información en la memoria de trabajo, proceso de búsqueda en la memoria, metacognición, cognición social, alteración de algunas modalidades de habilidades motoras, generación de imágenes y manipulación de las propiedades espaciales de los estímulos (Grafman, 1994, Grafman, Holyoak y Boller, 1995; Allegri y Harris, 2001).



    La corteza orbitofrontal y sus manifestaciones clínicas

    La corteza orbitofrontal abarca al menos cinco subregiones (del área 10 a la 14 de Brodman) con distintos patrones de conexión y una alta heterogeneidad. Se ha observado que el área 13 (ampliamente conectada con la amígdala y el hipotálamo) se activa más en respuesta a estímulos auditivos desagradables, como sonidos de accidentes de tráfico, mientras que el área 11 (que posee conexiones corticales temporales mediales) se activa más si los sujetos tienen que aprender nueva información visual presentada de manera abstracta (Frey y Petrides, 2000; Frey, Kostopoulous y Petrides, 2000). Por ello, el área 13 alerta al organismo para que atienda a los estímulos con cualidades afectivas, por lo que los pacientes con lesión en esta zona responden menos a estímulos amenazantes (Kolb y Whishaw, 2006).



    La región orbitofrontal recibe aferencias de la amígdala, la corteza entorrinal y la circunvolución del cíngulo, además de todas las áreas sensoriales, mientras que envía proyecciones a la corteza temporal inferior, corteza entorrinal, circunvolución del cíngulo, hipotálamo lateral, amígdala, área tegmental ventral, cabeza del núcleo caudado y a la corteza motora (Barbas, 2000).

    En estudios realizados con monos se ha observado que lesiones en la zona orbitofrontal dan lugar a respuestas inapropiadas en sus relaciones con otros monos y una variación en los niveles de agresividad (Rolls, 1986). En humanos, las lesiones en la corteza orbital están además relacionadas con la presencia de alteraciones psicopatológicas.

     

    La corteza ventromedial y sus manifestaciones clínicas

    Esta zona está implicada en distintos procesos, aunque destaca por su implicación tanto en la experiencia como en la expresión de las emociones, siendo crítica para el procesamiento de emociones asociadas con situaciones sociales y personales complejas (Damasio, 1997; Damasio y Van Hoesen, 1984). En la parte interna del hemisferio, se sitúa el cíngulo anterior, cuya lesión produce alteraciones motivacionales, además de indiferencia, disminución del pensamiento creativo y pobre inhibición de respuesta (Chow y Cummings, 1999). Se ha podido comprobar que, tras lesión bilateral de la porción anterior de la circunvolución del cíngulo, suele aparecer un síndrome acinético caracterizado por la expresión facial neutra, así como pobreza comunicativa. Estudios con primates han observado que tras lesiones en la circunvolución del cíngulo desaparece el llanto por separación de la madre en los monos jóvenes y altera la relación de apego en los adultos, despreocupándose del cuidado de las crías (MacLean, 1993). Estudios en humanos han encontrado que lesiones en la región frontal medial se asocian con disminución de la expresividad facial emocional, tanto fingida como espontánea, que no puede ser explicada por un trastorno motor (Borod, 1992). El cingulado anterior, además, está compuesto por neuronas que responden ante la significación y la novedad de los estímulos, por lo que se piensa que tiene relación con la tendencia a la acción (Gabriel, Sparenborg y Stolar, 1986).

     

    Referencias

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